Trabajar bien, trabajar por amor (XV): La fuerza del fermento

Cuando luchamos por hacer bien nuestro trabajo a los ojos de Dios, por hacerlo santo, estamos mejorando el mundo, porque introducimos en él la Caridad. Este editorial explica cómo así el trabajo se convierte en fermento.

La sociedad es como un tejido de relaciones entre los hombres. El trabajo, la familia y las demás circunstancias de la vida crean una trama de vínculos, en la que nuestra existencia se encuentra como entretejida[1], de modo que cuando procuramos santificar la concreta profesión, la particular situación familiar o el resto de los deberes ordinarios, no estamos santificando una fibra aislada, sino el entero tejido social.

Esta labor santificadora convierte a los cristianos en poderoso fermento de ordenación del mundo, de modo que éste refleje mejor el amor con el que ha sido creado. Cuando la caridad está presente en cualquier actividad humana, se reducen los espacios de egoísmo, principal factor de desorden en el hombre, en sus relaciones con los demás y con las cosas. Así, portadores del Amor del Padre en medio de la sociedad, los fieles laicos «están llamados allí por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo»[2].

La eficacia transformadora de esa levadura cristiana en el trabajo depende, en gran medida, de que cada uno procure alcanzar una preparación adecuada. Ésta no debe limitarse a la instrucción específica –técnica o intelectual– que requiere cada profesión. Hay otros aspectos que, por ser imprescindibles para alcanzar una verdadera "competencia" humana y cristiana, influyen directísimamente en las relaciones laborales y sociales que se originan en torno al trabajo y que son fundamentales para ordenar a Dios el tejido social.

Ser del mundo sin ser mundanos

El cristiano que está llamado a santificarse en su profesión ha de ser del mundo, pero no ser mundano. Busca el bienestar temporal, pero no lo considera como el bien supremo. Reconoce con realismo la presencia del mal, pero no se desanima cuando lo encuentra, sino que trata de reparar y de luchar con más empeño para purificarlo del pecado. No debe faltar nunca la ilusión, ni en vuestro trabajo ni en vuestro empeño por construir la ciudad temporal. Aunque, al mismo tiempo, como discípulos de Cristo que han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias (Gal 5, 24), procuréis mantener vivo el sentido del pecado y de la reparación generosa, frente a los falsos optimismos de quienes, enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3, 18), todo lo cifran en el progreso y en las energías humanas[3].

"Ser del mundo", en sentido positivo, lleva a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas (...), haciendo realidad este programa: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios[4]. Este afán, lejos de producir retraimiento ante las dificultades del ambiente, impulsa hacia una mayor audacia, fruto de una presencia de Dios más intensa y constante. Porque somos del mundo y somos de Dios, no podemos encerrarnos: «no es lícito a los cristianos abandonar su misión en el mundo, como al alma no le está permitido separarse voluntariamente del cuerpo»[5]. San Josemaría concreta esa tarea de ciudadanos cristianos en contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social[6].

Manifestación capital del espíritu cristiano –y aun simplemente humano– es reconocer que la plena felicidad humana se encuentra en la unión con Dios, no en la posesión de bienes terrenos. Es justamente lo contrario de ser mundano. El mundano pone todo el corazón en los bienes de este mundo, sin acordarse de que están hechos para conducirle hacia el Creador. Puede que alguna vez, ante la experiencia de personas que, alejadas de Dios, parecen encontrar felicidad al disponer de los bienes que desean, venga el pensamiento de que la unión con Dios no es la única fuente de alegría plena. Pero no debemos engañarnos. Se trata de una felicidad inconsistente, superficial y no exenta de inquietudes. Esas mismas personas serían incomparablemente más felices, ya en esta tierra y después plenamente en el Cielo, si trataran a Dios y ordenaran a su gloria el uso de esos bienes. La suya dejaría de ser una felicidad frágil, expuesta a muchas eventualidades, y no temerían –con ese temor que les quita la paz– que llegaran a faltarles unos u otros bienes, ni les asustaría la realidad del dolor y de la muerte.

Las bienaventuranzas del Sermón de la montaña ––bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. Bienaventurados los mansos..., los que tienen hambre y sed de justicia..., los que padecen persecución por causa de la justicia...[7]–, muestran que la plena felicidad (la bienaventuranza), no se encuentra en los bienes de este mundo. San Josemaría se dolía porque, a veces, se engaña a las almas. Se les habla de una liberación que no es la de Cristo. Las enseñanzas de Jesús, su Sermón de la Montaña, esas bienaventuranzas que son un poema del amor divino, se ignoran. Sólo se busca una felicidad terrena, que no es posible alcanzar en este mundo[8].

Las palabras del Señor no justifican, sin embargo, una visión negativa de los bienes terrenos, como si fueran malos o impedimento para alcanzar el Cielo. No son obstáculo, s

ino materia de santificación, y el Señor no invita a rechazarlos. Enseña más bien que lo único necesario[9] para la santidad y la felicidad es amar a Dios. Quien no dispone de esos bienes o quien sufre, debe saber no sólo que la alegría plena pertenece al Cielo, sino que ya en esta tierra es "bienaventurado" –puede tener un anticipo de la felicidad del Cielo–, porque el dolor y, en general, la carencia de un bien, tiene valor redentor si se acoge por amor a la Voluntad de nuestro Padre Dios, que todo lo ordena a nuestro bien[10].Buscar el bienestar material para quienes nos rodean es muy agradable a Dios, es una forma maravillosa de empapar de caridad las realidades temporales, y es perfectamente compatible con la actitud personal de desprendimiento que el Señor nos ha enseñado.

Mentalidad laical, con alma sacerdotal

Un hijo de Dios ha de tener alma sacerdotal, porque ha sido hecho partícipe del sacerdocio de Cristo para corredimir con Él. En los fieles del Opus Dei, por estar llamados a santificarse en medio del mundo, esta característica se encuentra intrínsecamente unida a la mentalidad laical, que lleva a realizar el trabajo y los diversos quehaceres con competencia, de acuerdo con sus leyes propias, queridas por Dios[11].

En el marco básico de las normas de moral profesional, que interesa cuidar delicadamente como presupuesto necesario para santificar el trabajo, hay muchos modos de llevar a cabo las tareas humanas según el querer de Dios. Dentro de las leyes propias de cada actividad, y en la amplia perspectiva que abre la moral cristiana, caben multitud de opciones, todas ellas santificables, entre las que cada uno puede elegir con responsabilidad y libertad personales, respetando la libertad de los demás. Esa libertad intransferible hace que la participación de cada uno en la vida social –en el hogar, en el trabajo, en la convivencia– sea única, original e irrepetible, como es irrepetible la respuesta al amor a Dios de cada alma. No debemos privar a la familia humana del buen ejercicio de nuestra libertad, fuente de iniciativas de servicio a los demás para la gloria de Dios. El Fundador del Opus Dei ha enseñado que asumir profundamente este hecho es característica esencial del espíritu de la Obra. Libertad, hijos míos, libertad, que es la clave de esa mentalidad laical que todos tenemos en el Opus Dei[12].

El alma sacerdotal y la mentalidad laical son dos aspectos inseparables en el camino de santidad que enseña San Josemaría. En todo y siempre hemos de tener –tanto los sacerdotes como los seglares– alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical, para que podamos entender y ejercitar en nuestra vida personal aquella libertad de que gozamos en la esfera de la Iglesia y en las cosas temporales, considerándonos a un tiempo ciudadanos de la ciudad de Dios (cfr. Ef 2,19) y de la ciudad de los hombres[13].

Para ser fermento de espíritu cristiano en la sociedad es preciso que en nuestra vida se cumpla esta unión, de modo que todo nuestro quehacer profesional, realizado con mentalidad laical, esté empapado de alma sacerdotal.

Señal clara de esta unión es poner en primer lugar el trato con Dios, la piedad, que para un hijo de Dios se puede concretar en el cumplimiento de un plan de vida espiritual. Necesitamos alimentar el Amor como impulso vital de nuestra vida, porque no es posible trabajar realmente para Dios sin una vida interior cada vez más honda. Como recordaba san Josemaría: Si no tuvierais vida interior, al dedicaros a vuestro trabajo, en lugar de divinizarlo, os podría suceder lo que sucede al hierro, cuando está rojo y se mete en el agua fría: se destempla y se apaga. Habéis de tener un fuego que venga de dentro, que no se apague, que encienda todo lo que toque. Por eso he podido decir que no quiero ninguna obra, ninguna labor, si mis hijos no se mejoran en ella. Mido la eficacia y el valor de las obras, por el grado de santidad que adquieren los instrumentos que la realizan.

Con la misma fuerza con que antes os invitaba a trabajar, y a trabajar bien, sin miedo al cansancio; con esa misma insistencia, os invito ahora a tener vida interior. Nunca me cansaré de repetirlo: nuestras Normas de piedad, nuestra oración, son lo primero. Sin la lucha ascética, nuestra vida no valdría nada, seríamos ineficaces, ovejas sin pastor, ciegos que guían a otros ciegos (cfr. Mt 9, 36; 15, 4)[14].

Para que el fermento no se desvirtúe, ha de tener la fuerza de Dios. Dios es quien transforma. Sólo cuando permanecemos unidos a Él somos verdaderamente fermento de santidad. De otro modo estaremos en la masa como simple masa, sin aportar lo que se espera de la levadura. El empeño por cuidar un plan de vida espiritual acabará produciendo el milagro de la acción transformadora de Dios: primero en nosotros mismos, por ser ese plan un camino de unión con Él y, como consecuencia, en los demás, en la sociedad entera.

J. López Díaz

C. Ruíz

(2004 – revisado julio 2014)


[1] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31. Cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 15.

[2] Ibid.

[3] San Josemaría, Carta 9-I-1959, n. 19, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, I, Rialp, Madrid 2010, p. 439. Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 95-101.

[4] San Josemaría, Forja, n. 740.

[5] Epistola ad Diognetum, 6.

[6] San Josemaría, Surco, n. 302.

[7] Mt 5, 3 ss.

[8] San Josemaría, Apuntes de una meditación, 25-XII-1972, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, III, Rialp, Madrid 2013, p. 125.

[9] Lc 10, 42.

[10] Cfr. Rm 8, 28.

[11] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 36.

[12] San Josemaría, Carta 29-IX-1957, citado por A. Cataneo,. Tracce per una spiritualità laicale offerte dall'omelia Amare il mondo appassionatamente, en revista “Annales Theologici" 16 (2002)128.

[13] San Josemaría, Carta 2-II-1945, n. 1, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, II, Rialp, Madrid 2002, p. 670.

[14] San Josemaría, Carta 15-X-1948, n. 20, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría,III, Rialp, Madrid 2013, p. 210.